Anna Rossell, Una opción para la paz

Una opción para la paz

Anna Rossell

Desde luego huelga afirmar lo que es obvio: que no se puede culpar al pueblo israelí como colectivo de la masacre a la que Ariel Sharon está sometiendo al pueblo palestino es algo que cae por su propio peso. Nos constan iniciativas por la paz en las que han colaborado y siguen colaborando conjuntamente judíos y palestinos y hemos recibido con alivio las noticias sobre disensiones internas en el ejército israelí acerca de la política radicalmente agresiva de Sharon. Precisamente por ello resultan tanto más indignantes afirmaciones como las del ex primer ministro de Israel, Benjamín Netanyahu, quien, en el Senado de los Estados Unidos y como reacción a una iniciativa del Parlamento Europeo de sancionar a Israel suspendiendo el acuerdo de asociación que privilegia las relaciones políticas y comerciales de la Unión Europea con el Estado Hebreo, dijo que “Europa ya intentó exterminarnos hace 60 años”.

Desgraciadamente la historia del siglo XX nos ha dejado demasiados ejemplos de la nefasta relación entre lenguaje e ideología, entre lenguaje y poder: sobradamente sabemos del sutil y exacto efecto manipulador de las palabras en los seres humanos al que difícilmente podemos sustraernos. Sin embargo las connotaciones implícitas en las declaraciones de Netanyahu resultan tan evidentes que no pasan desapercibidas ni al observador menos sensible. Porque, aprovechándose de los horrores sufridos por el pueblo judío a manos del nacionalsocialismo y de sus colaboradores, pretenden establecer un ridículo paralelismo entre esta decisión del Parlamento Europeo y la actuación política nacionalsocialista a lo largo de los doce oscuros años en que gobernó y ejerció la guerra y de este modo imbuir entre los judíos la idea de que de nuevo una amenaza semejante se cierne sobre su pueblo. Pero este paralelismo no por ridículo resulta menos peligroso: sabemos de los efectos que causó (y causa todavía) entre el pueblo alemán aquella tesis de culpa colectiva, difundida tras la Segunda Guerra Mundial, que pretendía convertir a todos los alemanes -como pueblo, como si de una cuestión biológica se tratara- en culpables de los crímenes nazis, estableciendo así una relación de sinonimia entre alemán y nazi. Ya entonces, en 1944, en un artículo publicado bajo el título de “Culpa Organizada”, Hannah Arendt reflexionaba con extraordinaria lucidez sobre la maquinaria que había hecho posible aquel horror y concluía que la pretensión de algunos de exterminar por ello a los alemanes hubiera venido a confirmar que la ideología de los nazis habría triunfado, aunque el poder y la puesta en práctica de la “ley del más fuerte” hubiera pasado a manos de otro pueblo. Lamentablemente las reflexiones de Arendt, que pretendieron ser una advertencia y una contribución a la paz en el futuro, parecen ahora una premonición. Aprovechándose interesadamente de aquella tesis de culpa colectiva cuya contrapartida es la de considerar al pueblo judío en su conjunto como víctima única y a perpetuidad, Sharon y sus colaboradores se permiten actuaciones que, como ya observó José Saramago, recuerdan -en su tendencia- a la política del terror nazi. El hecho de que todavía hoy puedan esgrimirse argumentos que remiten a este terrible genocidio para justificar actuaciones políticas de violencia planificada sobre otro pueblo y que estos argumentos causen el efecto pretendido es enormemente peligroso puesto que enmascaran y encubren la realidad de que víctima y verdugo pueden intercambiar sus papeles. Aquella tesis de culpa colectiva, de la que el gobierno de Sharon se aprovecha impunemente, funciona aún hoy como un maleficio que conviene romper si no se quiere caer en un círculo vicioso. Por razones obvias, aunque no justificadas, Alemania es el ejemplo más claro de ello. La presión psicológica que ha ejercido en Alemania la idea de la culpa colectiva es una muestra clara de su interiorización y explica por ejemplo que, como afirma Jürgen Habermas “el antisemitismo en Alemania es más peligroso que en el resto de Europa”. El problema es precisamente que en este país, por razones psicológicas o por manipulación interesada, se tacha con demasiada facilidad de antisemitismo lo que en realidad es una injusticia que urge dar a conocer y sobre la que conviene debatir. El extremismo maniqueo con que allí se reacciona ante este tema impide permanentemente un debate a profundidad que está aún pendiente desde 1945. Como dice Habermas “El miedo a este complejo histórico [el de la culpa colectiva] nubla el debate y explica por qué la protesta contra la guerra de Irak y una crítica justificada al gobierno de Sharon despiertan a menudo falsas sospechas”. Muy pocos en Alemania pueden permitirse, como Jürgen Habermas, hacer públicamente afirmaciones de este tipo sin ser por ello inmediatamente estigmatizados. Raras son las excepciones que, como él, pueden recomendar la publicación del libro Tras el terror, de Ted Honderich, que la editorial Suhrkamp había retirado de las librerías ante las acusaciones de antisemitismo de que fue objeto. Pero actuaciones como la del filósofo urgen para poder separar de una vez por todas el trigo de la paja y dejar de facilitar el camino tanto a los que, como Sharon y sus secuaces, convocan temibles fantasmas del pasado como a los que, aprovechándose precisamente de ello, pretenden desfigurar la historia acusando a los judíos de injustificado victimismo y negando lo innegable.

Con motivo de una puesta en escena mal planteada de su Madre Coraje, interpretada como una Níobe, víctima del destino, Bertolt Brecht escribió: “El hombre aprende de las catástrofes lo que el conejillo de Indias sobre biología”. Para combatir la idea equivocada que relaciona a todo un pueblo con una especie de destino ineludible Hannah Arendt nos invitaba en aquel artículo a concienciarnos de la naturaleza dialéctica –admirable y terrible- del ser humano, evocando la idea judeocristiana de humanidad que nos remite a un único origen de todo el género humano. Sentir vergüenza de pertenecer a la especie humana, dice la autora, es la manifestación de este modo de entender esta naturaleza. Y es el único modo de dar una posibilidad a la paz.
Haciendo alarde de grandes dosis de cinismo, Netanyahu, en una conferencia de prensa que ofreció antes de acudir al Senado, lamentó la posición de las Naciones Unidas frente a la política de Ariel Sharon y se preguntaba: “¿puede estar todo el mundo equivocado? La mayoría de la población estadounidense no lo está, apoya a Israel. Los Gobiernos sí pueden equivocarse, y lo hacen con demasiada frecuencia”. Por desgracia, Netanyahu olvida que el de Ariel Sharon también es un gobierno.

(2002)

(En: Fòrum, pàgina web de la Associació de Germanistes de Catalunya, A.G.C.)

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