Christoph Hein, Willenbrock

UN BILDUNGSROMAN A LA ALTURA DE LOS TIEMPOS

Christoph Hein,
Willenbrock
Traducción de Daniel Najmías
Anagrama, Barcelona, 2002, 324 pp.

Anna Rossell

No es de extrañar que Willenbrock, la novela del alemán Christoph Hein publicada en el 2000 por la editorial Suhrkamp, tuviera la controvertida acogida que le dispensó la crítica del país al que iba destinada en primera línea. Era de esperar. No resultaba fácil escribir una historia sobre la Alemania unificada, y mucho menos aún procediendo de la pluma de Hein. Porque en este caso las expectativas debían de ser muy altas, sin duda muy difíciles de satisfacer: ¿qué visión de la nueva Alemania ofrecería este autor de la antigua RDA?
Conocido como uno de los detractores activos de la censura en su país y luchador por las libertades sin caer por ello en la crítica fácil y generalizada del modelo socialista, Christoph Hein (1944, Heinzendorf / Silesia) se había ganado, a uno y otro lado del Muro, la reputación de intelectual lúcido y honrado que, como Heinrich Böll o Günter Grass en la parte occidental, servía de referente moral más allá del área de influencia de sus fieles lectores. Su elección en octubre de 1998 como presidente del PEN alemán unificado confirmaría esta merecida fama. ¿Cuál sería el balance literario que este escritor haría de la unificación transcurridos once años desde la caída del Muro?

El libro no podía ser más esperado. Ciertamente, el lugar que Hein elige para ubicar la acción de su novela –el centro de Berlín y, más concretamente, el negocio de compra-venta de coches usados con el que ahora se gana la vida el protagonista- es ideal para armar una trama realista y creíble donde confluyan los síntomas más característicos y representativos de una sociedad que, tras el desmoronamiento de la Unión Soviética, parece haber perdido el norte de manera desenfrenada. No es casualidad, sino una significativa metáfora, que el terreno que Willenbrock usa como aparcamiento de sus coches y donde ha instalado la caravana que le sirve de despacho hubiera sido en tiempos de la RDA un vivero. Sin embargo el acierto de esta elección inicial no se mantiene en el desarrollo de la trama. Si el lector espera encontrar en esta novela un retrato de la nueva capital que, a la manera del Berlín Alexanderplatz de Alfred Döblin a finales de los años 20 del pasado siglo, le permita tomar el pulso a esta gran ciudad setenta años después y asistir a sus transformaciones a partir de la unificación de las dos Alemanias, se verá defraudado.

Lejos de dar una visión de conjunto, Hein se limita a narrar la trayectoria de un único individuo, el nuevo ciudadano Willenbrock, antes alemán oriental y ahora alemán a secas, cuando ya ha conseguido medrar en la sociedad capitalista con su negocio de coches usados. La probable intención del autor de presentar las andanzas de su héroe como una historia prototípica es palpable y la tesis que desarrolla Hein no está del todo exenta de realismo, pero la novela queda muy lejos de conducir al lector en su esperado recorrido por el nuevo tejido ciudadano. Para ello habría sido necesario seguir del principio al fin el hilo de los episodios de robo con violencia que sufre el protagonista, mostrar los móviles y sus conexiones.

En lugar de ello Christoph Hein prefiere poner el amenazador incremento de la inseguridad ciudadana -que se nos presenta como una consecuencia de la nueva situación a partir del hundimiento del socialismo- al servicio de la evolución psicológica de su personaje. Esta decisión no hubiera resultado tan sorprendente y frustrante si el protagonista hubiese sido un antiguo ciudadano del Berlín occidental. En este caso la trayectoria que Hein elige hubiera sido más creíble: el mundo del berlinés occidental no se hundió con la caída del muro, aquél únicamente vio cómo se abrían de un día para otro las posibilidades de expansión de los mercados en un sistema que ya conocía y que ahora, dada rienda suelta a la ambición a ritmo trepidante, iba a potenciar al máximo sus peores cualidades con el consiguiente aumento de las mafias y la violencia. Pero ésta era una opción que, como autor de la antigua República Democrática Alemana, Christoph Hein no podía plantearse. Así el lector espera mucho más de Willenbrock, espera adentrarse en el pasado del protagonista, seguirle en el derrumbamiento de su mundo en aquella Alemania radicalmente distinta, conocer las dificultades y los avatares de su adaptación a la sociedad capitalista, sus pensamientos más íntimos con respecto a los grandes cambios que se han ido produciendo a su alrededor. Nada de esto se cumple.

Willenbrock es más bien un ejercicio de diversión del autor, que se entrega a la creación de un protagonista con quien simpatiza profundamente, aunque en más de una ocasión se ría de él y lo contemple en la distancia con una nada despreciable dosis de humor. Es en el trabajo con su personaje donde Hein se siente a gusto, un placer que el lector comparte.
Christoph Hein no escatima la ironía hacia el protagonista en las situaciones que considera más oportunas y que constituyen a mi entender algunos de los momentos más logrados de su novela. El autor aplica la ironía también con éxito a la hora de plasmar el imaginario de tópicos generalizados de los que se han nutrido durante años las atormentadas relaciones entre el este y el oeste. Y es que la ironía es probablemente una de las herramientas que Hein maneja con mayor agilidad, acostumbrado como está a recorrer y agotar las sutilezas del lenguaje a las que le obligó durante años la censura de su país.
Así, la fuerza de la novela recae hasta tal punto sobre el protagonista, que lamentablemente su creador descuida el entorno, de modo que el marco de la historia que nos narra hubiera podido ser Berlín o cualquier ciudad de provincias.

Pero Hein, eso sí, crea un personaje cercano, un hombre sin grandes ambiciones cuya única aspiración es sobrevivir cómodamente en la nueva sociedad capitalista en la que, de la noche a la mañana, tiene que buscarse la vida. Willenbrock es un hombre casado, un ingeniero de mediana edad que, con la unificación de Alemania, ha perdido su trabajo en la antigua empresa de máquinas calculadoras en la RDA. Su carácter corresponde al de un individuo común, sencillo y pragmático, que no se calienta la cabeza por nada, vive al día y aprovecha sin complicaciones la oportunidad que le brinda su negocio de conocer a las clientas atractivas más allá de lo estrictamente necesario.

El matrimonio Willenbrock lleva una vida tranquila y holgadamente acomodada. La compra-venta de automóviles va viento en popa y produce beneficios suficientes para mantener además a flote la deficitaria tienda de moda femenina, propiedad de su mujer, de la que ella se promete independencia económica en el futuro. Los Willenbrock son ya dueños de una vivienda confortable en una zona residencial de nueva construcción en el norte de Berlín y disfrutan del tiempo de ocio en su casa de campo de Antepomerania.
Pero esta tranquilidad empieza a verse amenazada a partir del momento en que se produce la primera irrupción violenta en el terreno vallado del negocio de Willenbrock. Lejos de recibir la denodada protección que uno espera de la sociedad capitalista ante los ataques contra la propiedad privada, la policía y la compañía de seguros le consideran precisamente a él sospechoso de haber fingido el asalto para poder cobrar la indemnización. Superada la perplejidad y la indignación que ello le produce y considerando el elevado costo que le supone la póliza del seguro, Willenbrock empieza a plantearse alternativas: contrata a un vigilante nocturno que habrá de producir un efecto intimidatorio ante futuros ataques. Una segunda irrupción, esta vez con resultado añadido del robo de un número de coches nada despreciable, se encarga de demostrar que el remedio elegido dista mucho de ejercer el efecto deseado. Para los asaltantes parece haberse tratado de un juego de niños: han agredido y maniatado al vigilante y han matado a su perro. Pero el creciente sentimiento de inseguridad se convierte en total indefensión cuando, además, los Willenbrock sufren un ataque en su casa de campo del que él sale considerablemente contusionado y ambos psicológicamente traumatizados. Los indicios conducen sobre la pista de dos hombres rusos a los que la policía detiene y se limita a devolver a su país con el argumento de que la justicia no ha conseguido reunir pruebas concluyentes.

Los episodios de violencia que sufre nuestro héroe y la reacción de las instituciones públicas y privadas responsables de su defensa y protección vienen a resultar una especie de silogismo cuya conclusión no puede ser otra que defiéndete a ti mismo, lo cual se acerca peligrosamente a tómate la justicia por tu mano. Willenbrock, de quien Hein se esfuerza por resaltar el talante tranquilo y pacífico, acaba por aceptar, tras larga lucha interior y muchas reticencias, una pistola nueva de trinca que le ofrece su buen cliente y amigo, el Dr. Krylow, un antiguo funcionario soviético, ahora reciclado a mafioso, a quien, a juzgar por el apelativo de doctor y la sensibilidad cultural y humana de que hace gala, imaginamos frecuentando ambientes oficialmente muy diferentes en la Rusia soviética. Los sistemas de seguridad que Willenbrock hace instalar en su casa de campo, así como su gradual aceptación del arma de fuego con la que va familiarizándose paulatinamente parecen señalar la insostenible y peligrosa dirección en la que va evolucionando la convivencia humana a pasos agitantados a partir de los acontecimientos iniciados en 1989. Tanto más cuanto que Willenbrock acaba usando la pistola y Hein se encarga de subrayar la creciente generalización de la violencia al hacernos saber que la tienda de armas y artilugios defensivos que Willenbrock visita para proteger su casa tiene cada vez más clientes y que el comentario del médico que lo reconoce tras la brutal agresión no es más alentador.

Sin embargo Hein no hace un tratamiento maniqueo del tema. Cierto que el Dr. Krylow es ruso y que rusos son también los sospechosos del ataque a la casa de campo, pero el honrado y diligente Jurek, el mecánico que trabaja como empleado en el negocio de coches de Willenbrock, es polaco y leemos sobre algunos de los agresores que se sospecha que son alemanes. Por otro lado, Christoph Hein esboza también momentos y situaciones no relacionados directamente con la violencia, sino con la maquinaria subyacente a ella, cuyos protagonistas son alemanes de uno y otro ex lado. Por ejemplo la clara insinuación de que el cuñado de Willenbrock -potentado empresario, que convierte sospechosamente en oro todo lo que toca, y alcalde honorario de su pueblo- es un hipócrita arribista para quien todo gira alrededor de hacer negocio: un grosero machista cuando lo exigen las conveniencias (cuenta chistes de mal gusto sobre mujeres en la reunión social por el entierro de su madre para ganarse la simpatía de los ricachos patanes que lo escuchan) y un experto en escatimar el pago de impuestos a hacienda. O cuando el narrador nos describe un mitin político de un nuevo partido del que no se revela el nombre, pero que el lector avezado reconoce como el PDS, antiguo SED ahora rebautizado, cuyos líderes -antiguos colegas de Willenbrock- son ridiculizados hasta el límite de lo grotesco.
Es una lástima que el autor no desarrolle estas situaciones que se quedan en un mero apunte y que hubieran podido construir un potente tejido para novelar el entramado de un espectro social de mucho mayor alcance. Así casi se tiene la sospecha que los personajes secundarios existen prácticamente sólo en función del protagonista con quien se nos invita a compararlos.

Y desde luego Willenbrock sale más que airoso de la comparación. En su relación con todos y cada uno de ellos él es indudablemente el vencedor. No es que el antiguo ingeniero sea un dechado de virtudes ni tenga modales precisamente refinados: aprovecha la ocasión de ahorrarse un buen dinero comprando por vía ilegal algún material de construcción para la nave industrial que habrá de albergar pronto su negocio, busca placentera distracción en revistas pornográficas, aprovecha la primera ocasión que se le presenta para descargar su líbido con alguna de sus amigas y no se anda con chiquitas cuando trata con alguien que no le cae bien.
Pero lo que a primera vista parecen defectos no son sino, en realidad, las mayores cualidades. Pues todos estos aspectos de su carácter son sólo debilidades en la medida en que hacen a Willenbrock mucho más humano y entrañable que la mayoría de los personajes que conviven con él en la novela. Porque, a pesar de su aparente rudeza, Willenbrock es sensible, legal, honrado y sentimental: no explota las relaciones mafiosas que le proporciona la compra-venta de coches de las que fácilmente podría sacar partido, es responsable y con frecuencia tierno y detallista con sus dos empleados y establece un trato casi de amistad con ellos; se siente manifiestamente mal en situaciones que le producen rechazo por la hipocresía o el oportunismo dominantes, como cuando se le ve en compañía de su cuñado o cuando acude al mitin político de sus antiguos compañeros de trabajo; nunca es grosero con las mujeres a pesar de lo que al principio podríamos esperar de él, sino directo y transparente, y se muestra tierno y detallista con su esposa con quien mantiene una sana relación matrimonial y desarrolla un trato de encomiable compañerismo que no empañan en nada aquellos regulares amoríos. En definitiva, Willenbrock resulta simpático, demasiado simpático y buena persona en el ambiente en que está inmerso para que resulte completamente creíble. En la vena sensible de Willenbrock (y también de Krylow) la novela no logra el realismo al que probablemente apunta. Su personaje principal, en el rechazo y desprecio que muestra hacia determinados comportamientos reprobables que parecen extenderse ahora como la pólvora, tiene bastante en común con los protagonistas masculinos de las novelas de Böll de los años cincuenta, sólo que éstos eran completamente coherentes, personajes positivos, moralmente insobornables, que preferían automarginarse y mantener la mirada limpia y crítica a adaptarse a los nuevos tiempos de la posguerra y la reconstrucción.

La violencia indiscriminada que amenaza cada vez más al hombre de la calle es, en definitiva, el hilo conductor de esta novela de Christoph Hein que nos lleva a la conclusión (ésta sí parece bastante más realista) de que, más que una amenaza, es ya un hecho que las mafias se han enseñoreado de las grandes urbes y que el comportamiento mafioso es hoy en día la única defensa, una defensa individual en un mundo sin ley. Con todo, Willenbrock es en su conjunto una novela sin complicaciones, de lectura fluida a la que mucho contribuye el registro coloquial que predomina y que la traducción de Daniel Najmías sabe trasladar con lograda naturalidad al español.

(En: Quimera. Revista de Literatura)

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